Esta sensación de estar siempre de paso, como si la vida fuese una enorme estación y tu tren nunca acabase de llegar. Quizá ni tan siquiera sea tu tren lo que esperas, sino el de otro. El de ese otro que nunca llegará a sacarte de una vez y para siempre de ese anden de miradas perdidas, de sueños de humo, de promesas arrugadas en el fondo del bolsillo.
Todo era más fácil entonces, cuando nadie esperaba nada más de ti que cosas de chiquillos; cuando tú tampoco esperabas nada más que un rato de risas con los amigos. En qué momento comenzaste a ponerte metas, cuándo se fijó la palabra compromiso al diccionario de tus días, por qué las obligaciones ocuparon el lugar de los deseos. Con qué permiso.
No hay una fecha marcada en el calendario. Tan sólo un día sonó el teléfono y eras tú quien debía coger la llamada. Comenzaron a llegar facturas que no compraban sueños y trabajos que hablaban más de sobrevivir que de pasiones y anhelos. Llegó también la copa que dejó de buscar momentos dignos de recuerdo, para dejar paso a la mente en blanco. El querer desconectar de todos y de todo. El querer desconectar de ti. Vinieron también entonces los hospitales, los tanatorios y los cementerios. Las decepciones. Las renuncias. El miedo.
Y ahí estabas tú de pronto, esperando en esa estación que es la vida, sin pañuelo que agitar y sin promesas que gritarle al viento. O quizá con todas las promesas por hacerte. Quizá sea éste el momento. De dejarse llevar por la rabia, de dejar de esperar, de no abandonarse a vivir, aunque nos vaya la vida en ello.
"Brindemos que hoy es siempre todavía."