Y qué,
si no me pasa nada más que la vida,
que a veces,
siempre,
no es a veces,
es siempre,
siempre es demasiado intensa.
Y qué,
si sé que para que deje de doler
hay que bajar el volumen,
no ceder a la tristeza,
relativizar,
lo bueno,
relativizar,
lo malo.
Relativizar.
Observarlo todo tamizado
por el filtro de la indolencia.
Caminar en equilibrio
sobre el filo del gris.
Quién quiere vivir así.
Yo.
Acabo de anunciarlo.
A mi terapeuta le ha parecido sensato:
Pedir ayudar,
evitar caer,
centrarme en lo necesario,
trabajo,
familia,
pagar la hipoteca,
la vida adulta y sus urgencias.
Priorizar la importante,
anestesiada,
en la dulce calma de la química.
Y qué,
si mi cerebro no la fabrica.
Y qué,
si no funciona como el resto.
Y qué,
si no relativiza.
Y qué,
si a veces necesito caer
y no recibir consejos
ni bálsamos
ni cuerdas.
Tan sólo quiero dejar de buscar la razón,
aceptarme así,
permanecer
junto a quien pueda asomarse al abismo,
y dejarme saltar,
confiando en que, al fin, no lo haré.
No escuchar la vida sola a este volumen atronador.