Ayer, de camino a una reunión de trabajo, vi cómo un hombre se caía en la calle. Por instinto, corrí hacia él. Como había bastante distancia entre los dos, mientras me acercaba me dio tiempo a pensar qué haría cuando llegase hasta él... Estaba tendido boca-abajo, ¿intentaría girarle?, ¿levantarle?... Pasaron sólo segundos, pero en ese tiempo me asaltó el miedo. Ese miedo infranqueable que separa a dos extraños; ese miedo que nos envuelve en una burbuja imaginaria que no se traspasa... Tu espacio. Mi espacio. Los extraños no entran en mi círculo.
Justo cuando llegué hasta él, que seguía tendido en el suelo, bajo la lluvía, otro hombre llegó también corriendo. Lo rodeó con sus brazos, lo giró, le preguntó cómo estaba. Yo miraba atenta, cerca pero lejos, dentro de mi burbuja. El hombre parecía aturdido, perdido... Mientras el otro hombre le ayudaba a incorporarse, yo me encargaba de coger su maletín, de llamar a una ambulancia, de gestionar el miedo... Ayudando desde dentro de mi burbuja.
Cuando la ambulancia se lo llevó y me despedí del otro hombre, el que lo había levantado y el que le había hablado muy cerquita y con mucho tacto hasta que vinieron los sanitarios, le di las gracias. El hombre me miró perplejo y preguntó por qué, si nada tenía que ver yo con el otro hombre, le daba las gracias. Le dije que se las daba por ser así, porque si algún día me sucedía algo similar estando sola, me gustaría que me encontrase alguien como él. Sonrió y nos despedimos.
Lo que no le dije es que ese gracias se lo daba también por lo que había hecho por mi, sin saberlo: Recordarme que, a pesar de los telediarios, existe la bondad en el mundo... Recordarme que todavía hay quien traspasa sus burbujas... Recordarme mis propios recuerdos... Recordarme que un extraño puede salvarte.
1 comentario:
La verdad es que haces reflexionar ¿qué haría yo? me pregunto y la verdad, dependería de las circunstancias. El miedo posiblemente me podría...
Un abrazo,
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