Seguiré caminando
Cuando la ve por primera vez es tan solo un punto oscuro más en el camino. Está a demasiada distancia para distinguirla. La tierra yerma le deja ver a mucha distancia pero son sus ojos los que marcan el límite; ya no ven tanto como acostumbraban. Al menos percibe algo lo suficientemente grande para no tropezar. Va con cuidado desde la última caída, para evitar las piedras.
A medida que se acerca, la distingue más y más, perplejo, dudando al principio. Parece una silla, una simple silla, en mitad del camino. Avanza un poco más rápido para cerciorarse. Después se detiene y entrecierra los ojos para enfocar mejor. No hay duda. Es una silla. Vacía. Busca con sus ojos pisadas alrededor, algo al margen del camino que le indique qué hace allí. Nada. Parece abandonada a su suerte sin más.
Sigue acercándose, pensando quién la habrá dejado allí, tan bien colocada. Parece esperarle. Y a él le duelen demasiado las piernas como para no pensárselo. Está casi al lado ya. Se detiene frente a ella. Gira sobre sí mismo, despacio. Nada. Está tan solo como en el resto del camino. Quiere sentarse. De eso no duda. Duda de la silla. Debe tratarse de una broma. Tan pronto como se deje vencer sobre ella, las patas cederán y rodará por el suelo. Quizá aparezcan entonces los artífices de tan absurda trampa, riendo. Pero mira a un lado y a otro y no parece haber nadie.
Observa la silla sin prisa, la inspecciona, la mueve un poco. Mirando una vez más a su alrededor, decide sentarse. Cierra los ojos a la vez que se acomoda en ella. No recordaba que le doliesen tanto las rodillas. Cuánto tiempo debe llevar caminando. Está agotado y ahora lo percibe, al entrar en contacto con aquella silla que ha aparecido, como por arte de magia, en su camino. Como un tazón de sopa caliente en las noches de frío, como el beso de una madre sobre la herida, la silla le calma. No lo entiende bien pero se deja cuidar por ella. Está solo, parado en mitad de ningún sitio, sentado en aquella silla que siente que no le pertenece y que a la vez le estaba esperando. A él. Por fin. Le hacía falta un jodido descanso.
Pierde la noción del tiempo. Divaga pensado en su suerte, en el camino recorrido, en lo que le ha llevado hasta allí, en todo lo que queda por delante. Minutos, horas, días. El cansancio va remitiendo. De pronto, el viento sopla con fuerza y abre los ojos. Se pone de nuevo en pie. Camina. Lentamente, la silla va quedando atrás. De cuando en cuando, él se gira y se detiene a observarla. No puede evitar sonreír. No tiene sentido. Pero es real, está allí y, en cierto modo, lo ha salvado. Llega un momento en que está demasiado lejos para distinguirla. Vuelve a ser sólo una mancha en el camino. Después, simplemente, desaparece.
Ya no está pero él es capaz de verla, de sentir la calma que le inundó al encontrarla, sólo con cerrar los ojos. Sin acabar de entenderlo y contra toda lógica, sabe que allí seguirá, cuando vuelvan a fallarle las fuerzas.
Hay personas que son esa silla.
Cuando la ve por primera vez es tan solo un punto oscuro más en el camino. Está a demasiada distancia para distinguirla. La tierra yerma le deja ver a mucha distancia pero son sus ojos los que marcan el límite; ya no ven tanto como acostumbraban. Al menos percibe algo lo suficientemente grande para no tropezar. Va con cuidado desde la última caída, para evitar las piedras.
A medida que se acerca, la distingue más y más, perplejo, dudando al principio. Parece una silla, una simple silla, en mitad del camino. Avanza un poco más rápido para cerciorarse. Después se detiene y entrecierra los ojos para enfocar mejor. No hay duda. Es una silla. Vacía. Busca con sus ojos pisadas alrededor, algo al margen del camino que le indique qué hace allí. Nada. Parece abandonada a su suerte sin más.
Sigue acercándose, pensando quién la habrá dejado allí, tan bien colocada. Parece esperarle. Y a él le duelen demasiado las piernas como para no pensárselo. Está casi al lado ya. Se detiene frente a ella. Gira sobre sí mismo, despacio. Nada. Está tan solo como en el resto del camino. Quiere sentarse. De eso no duda. Duda de la silla. Debe tratarse de una broma. Tan pronto como se deje vencer sobre ella, las patas cederán y rodará por el suelo. Quizá aparezcan entonces los artífices de tan absurda trampa, riendo. Pero mira a un lado y a otro y no parece haber nadie.
Observa la silla sin prisa, la inspecciona, la mueve un poco. Mirando una vez más a su alrededor, decide sentarse. Cierra los ojos a la vez que se acomoda en ella. No recordaba que le doliesen tanto las rodillas. Cuánto tiempo debe llevar caminando. Está agotado y ahora lo percibe, al entrar en contacto con aquella silla que ha aparecido, como por arte de magia, en su camino. Como un tazón de sopa caliente en las noches de frío, como el beso de una madre sobre la herida, la silla le calma. No lo entiende bien pero se deja cuidar por ella. Está solo, parado en mitad de ningún sitio, sentado en aquella silla que siente que no le pertenece y que a la vez le estaba esperando. A él. Por fin. Le hacía falta un jodido descanso.
Pierde la noción del tiempo. Divaga pensado en su suerte, en el camino recorrido, en lo que le ha llevado hasta allí, en todo lo que queda por delante. Minutos, horas, días. El cansancio va remitiendo. De pronto, el viento sopla con fuerza y abre los ojos. Se pone de nuevo en pie. Camina. Lentamente, la silla va quedando atrás. De cuando en cuando, él se gira y se detiene a observarla. No puede evitar sonreír. No tiene sentido. Pero es real, está allí y, en cierto modo, lo ha salvado. Llega un momento en que está demasiado lejos para distinguirla. Vuelve a ser sólo una mancha en el camino. Después, simplemente, desaparece.
Ya no está pero él es capaz de verla, de sentir la calma que le inundó al encontrarla, sólo con cerrar los ojos. Sin acabar de entenderlo y contra toda lógica, sabe que allí seguirá, cuando vuelvan a fallarle las fuerzas.
Hay personas que son esa silla.
Fotografía: Julián Lozano [Cuervajo]
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